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San Martín, Indestructible. Cuando la realidad supera la ficción. El hombre y sus circunstancias.
En ocasiones extremas, la buena estrella acompañó merecida y afortunadamente a San Martín.
Lejos de menoscabar el genio y talento de Don José (somos fanáticos de él), las circunstancias fortuitas también componen una parte importante en la vertiginosa coyuntura que surca el destino de los hombres y su proyección socio – política, tomando en ocasiones ribetes trágicos, dignos de un argumento cinematográfico o de un guion de novela. Pero si bien está más que probado que: “a la suerte hay que ayudarla”, es indudable que los cotidianos sucesos contingentes, colaboran a construir el devenir de los pueblos, aunque a veces pareciendo, muchos de ellos, al resultado de la fantasía de un iluminado literato, y no como fue en el caso de José de San Martín: el curso de una vida heroica.
La álgida vida del General José de San Martín es un claro ejemplo de que en determinados momentos de su derrotero personal, la suerte estuvo de su lado. Así pues, ya sea por el heroico arrojo de un soldado, por su pericia individual, por su perspicaz instinto de sobrevivencia o simplemente, porque en la agenda de la providencia no estaba impuesto que ese sería su día final, el inmortal San Martín pudo llegar a escribir un legado de gloria y grandeza que siempre esperó por él.
“Condenado al éxito”, dirá un contradictorio presidente argentino, después del descalabro nacional tras la crisis del 2001. Vale, ironía de por medio, la expresión casi dos siglos después, para ilustrar la innumerable cantidad de veces que el General estuvo al borde de la muerte y pudo salir airoso.
Revisemos:
“Una que sepamos todos….”
Traslademos situaciones. Quién no estuvo en un cumpleaños, fogón, reunión familiar, etcétera y aparece (casi milagrosamente) una guitarra y un cantor sin personalidad, sugiriendo: “Una que sepamos todos”.
Bueno. Va una, y empecemos por ahí. “CABRAL EN SAN LORENZO”. Esa la enseñan desde primer grado. La amplísima mayoría algo sabemos sobre el popular hecho. Y de esa sí que zafó el General.
Lo cierto es que Juan Bautista “el zambo” Cabral y su altruismo inundaron las páginas de nuestra historia. El “Negro” Cabral era hijo de don José Jacinto, un indio guaraní y de una esclava negra, doña Carmen Robledo. Los papás de Cabral estaban al servicio del hacendado y estanciero Luis Cabral, donde presumiblemente José Jacinto perdió su apellido guaraní para incorporar el de su patrón, como era costumbre entonces en las tierras del litoral.
El histórico óleo de Julio Fernández Villanueva (1858 – 1890; pintor, pero además, inventor y médico) o el de Ángel Della Valle (replicada en toda ilustración conmemorativa sanmartiniana y en todo manual de texto que un buen profesor recomendaba) grafican claramente la escena.
Ya lo dice también la marcha. “Cabral soldado heroico / cubriéndose de gloria / cual precio a la victoria / su vida rinde, haciéndose inmortal (…)”.
“Inmortal”. Ni más, ni menos. Justo reconocimiento para uno de los primeros mártires de la historia nacional, cuya providencial acción figurará de manera conspicua en la iconografía patriótica. Y si bien contó con la ayuda del coraje de su “tocayo” puntano Juan Bautista Baigorria, quien “aguantó” el embate realista ante el caído San Martín, y le dio tiempo a la heroicidad de Cabral “salvando la libertad naciente”, como refrenda la emotiva marcha de Carlos Benielli y Cayetano Silva.
Entre pestes y plagas.
En el valle de Huaura donde instaló la base de operaciones del batallón militar, después del desembarco en Paracas, cerca del Puerto de Pisco (Perú), cuando el ejército se sumergió en las trágicas epidemias de paludismo y disentería, sin afectarlo terminalmente, activaron su vieja úlcera que lo tuvo siete días vomitando sangre.
Tal vez otra vida “se la gastó” en la epidemia europea de cólera en 1832, que hizo estragos en Francia. Tanto San Martín como su hija no pudieron escapar al flagelo. “Me tuvo el borde del sepulcro”, según la correspondencia del propio Don José.
Por los Caminos del Vino
En el frente europeo también las había pasado “jodido”. Desde accidentes domésticos, recordemos la caída sufrida en Falmouth, ciudad y puerto marítimo en la desembocadura del río Fal, en la costa sur de Cornwall, en Inglaterra, cuando un vidrio le hirió el brazo izquierdo, hasta un acto propio de la inseguridad del momento aquel….
La cosa fue que, en el pueblito de Cubo del Vino, también conocido como El Cubo de la Tierra del Vino o simplemente El Cubo, municipio español de la provincia de Zamora y de la comunidad autónoma de Castilla y León, camino obligado entre Valladolid y Salamanca, fue asaltado por cuatro bandoleros y quedó herido en la mano y el pecho. Esa estuvo difícil. Eran cuatro pandilleros contra uno solo, él. Y volvió a salir triunfante. Una especie de Martín Karadagian contra cuatro titanes, pero sin público, ni barra de hielo, ni viuda misteriosa. Solo, y por los caminos del vino. Como quien camina hoy por Tupungato, Rivadavia o Luján de Cuyo. Por los caminos del vino, vio. Por la inseguridad, también se parece.
La Madre Patria
En la batalla de Albuera, la última en que participó San Martín “jugando” por España (16 de mayo de 1811), tuvo un enfrentamiento directo con un oficial de caballería francés. Fue herido en el brazo izquierdo. Debió haberse cubierto la estocada con ese miembro, y en un fulminante contrataque atravesó su espada sobre el adversario ante el delirio de sus soldados que desde una especie de platea miraban azorados la escena.
Liberación milagros
Otra donde los dioses volvieron a estar de su lado fue cuando entró de “cazuela” (debería escribir: casualidad) en un canje de prisioneros con los británicos, después de haber sido tomado prisionero (estuvo casi 3 años preso) a bordo de la Fragata Santa Dorotea, tras los combates de Cartagena (la tierra del vigente y genial escritor Arturo Pérez-Reverte) Mil ingleses por tres españoles. O algo así. Y él, uno de esos.
Otro soldado heroico
Disculpen la digresión. Resulta que en la Batalla de Arjonilla (en realidad la batalla fue en la Posta de Santa Cecilia). En Arjonilla, famosa por su excelente aceite de oliva, en el corazón de Jaen (Andalucía), se firmó el parte final de guerra, según consta, con “bombos y platillos”, en la Gaceta de Sevilla de junio de 1808.
La cosa es que el ejército napoleónico se encontraba en Andújar a cuyo frente se encontraba el general Dupont. En medio de esa situación el ejército español llegaba desde Córdoba. Me refiero a la Córdoba andaluza. Así pues, la vanguardia española estaba formada por 21 soldados, al frente de los cuales venía el teniente José de San Martín, encontrándose con 50 coraceros franceses de frente. Los franceses vieron a los españoles y retrocedieron en busca de una mejor posición hasta la Posta de Santa Cecilia. Hacia allí los persiguieron las fuerzas de San Martín resultando muertos 17 franceses, según el parte de batalla que destaca el valor de don José. Al respecto allí se indica que, “los enemigos estaban formados en batalla, creyendo que San Martín con tan corto número no se atrevería a atacarlos, pero este valeroso Oficial únicamente atento a la orden de su jefe puso a su tropa en batalla y atacó con tanta intrepidez, que logró desbaratarlos completamente, dejando en el campo 17 dragones muertos y 4 prisioneros, (…) habiendo emprendido la fuga el oficial y los restantes soldados con tanto espanto, que hasta los mismos morriones arrojaban de temor”.
Pero lo destacado de esta batalla no fue solo este triunfo español. Otra vez San Martín estará al borde de la muerte, y de no haber sido por la acción del soldado Juan de Dios, del cual la historia no ha registrado su apellido, quien “se jugó la vida” cuando al ver a su Capitán rodeado de enemigos, se hizo presente y derribó a un francés de su caballo. Prosiguió luchando con otros dos, y hasta sirvió de escudo humano para proteger al oriundo de Yapeyú, según narra la historia que enorgullece al pueblo arjonillero. “Juan de Dios quedó herido, pero siguió luchando. Un Sargento de Húsares de Olivencia, Pedro de Martos, según indica el parte de batalla, ayudó a San Martín a ponerse de pie y le ofreció su caballo. Los españoles ganaron la batalla. San Martín fue ascendido a Capitán y Juan de Dios, condecorado”.
En 1984 fue colocada en Arjonilla, por iniciativa de la Embajada Argentina, una estatua ecuestre en homenaje al General San Martín y al soldado que en este hecho le salvó la vida.
El General y la fiebre
“El General y la Fiebre” es una película argentina dirigida por Jorge Coscia y Emiliano López de 1993. Con guión del mismo Coscia, y música del reconocido José Luis Castiñeira de Dios y del mendocino Jorge Marziali. El film refleja un drama histórico sobre la vida del General San Martín.
Lo concreto es que la película, protagonizada por Rubén Stella, presenta al Libertador en la localidad cordobesa de Saldán, enfermo y delirando por la fiebre. San Martín alucina y retrotrae su imaginación al recuerdo sobre un hecho que lo persiguió siempre. En la película, Coscia logró mostrar una faceta sanmartiniana previa a los grandes triunfos, en ocasiones obviada por la historiografía, donde la memoria y el recuerdo de la miserable muerte de un general amigo atormentan el alma del Libertador de América.
Nos referimos a la muerte del General Francisco Solano Ortiz de Rozas, considerado uno de los mejores generales españoles del momento. Americano, nacido en la ciudad de Caracas, se había destacado en diversas campañas militares por sus dotes de mando. Era un militar muy bien considerado por sus camaradas españoles y franceses, por lo que llegó a Cádiz con el cargo de gobernador militar.
“Su tenaz sentido anti-napoleónico lo hacía proclive a no ascender en su carrera, máxime teniendo en cuenta la alianza entre España y Francia. De pronto, al llegar las noticias de las abdicaciones de Carlos IV y su hijo Fernando VII, el nombramiento de José Bonaparte como rey de España, el alzamiento del pueblo de Madrid y la terrible represión y fusilamientos posteriores, hacen que Solano Ortiz de Rozas, no pueda dejar de tomar partido e intenta organizar, en forma metódica, la resistencia al nuevo invasor”.
Pero la confusión y el descontrol de la situación desbordan lo predecible hasta el punto tal de creer (brutal error) que Solano es un impostor pro – francés. Y deciden tomar represalia por propia mano contra el General Solano. Tamaña confusión es incontrolable e irracional. Mientras tanto, José de San Martín es un testigo directo, como Capitán y Jefe de la Guardia de la Capitanía.
La bronca contra Napoleón es incontenible. Las manifestaciones populares avanzan, el desconcierto se adueña de todo. La turba arremete, mientras San Martín y sus soldados intentan defender sin éxito la plaza. Solano logra escapar y refugiarse en la casa de la señora María Tucker, viuda de Strange. En tanto los más de cien rebeldes confunden a San Martín con Solano, lo apresan al correntino y amenazan matarlo inmediatamente. La rápida acción del Capitán Juan de la Cruz Murgeón, oficial del regimiento de Murcia y futuro presidente de Ecuador, logran salvar del linchamiento a San Martin poniéndolo rumbo a Sevilla.
El corolario de la situación determinó la muerte de Solano “por traidor y pro – francés”. Increíble. Pero será apuñalado por la espalda cuando se dirigía al patíbulo.
Lo cierto es que San Martín no superó jamás dicha situación. Siempre creyó que podría haber hecho algo más. Hasta confesó en un cuadro de zozobra, divagando por la fiebre, que debió haber sido él la víctima para salvar a su amigo. Así se lo manifestó también a Juan Manuel de Rosas, en 1845, durante el bloqueo de Francia e Inglaterra, cuando el Restaurador recibió el apoyo incondicional del Libertador.
Como símbolo de ello, San Martín le regaló su propio sable. Rosas, que al pelearse con su padre decide cambiar su apellido original (Ortiz de Rozas), tenía una relación de parentesco familiar con aquel general de Caracas que fue asesinado por las ciegas turbas enfurecidas en las calles de Cádiz en un acto de desenfreno e ignorancia, cuando el que estuvo a segundos de ser muerto pudo haber sido el joven capitán nacido en Corrientes.
Aguas milagrosas…
Aunque si hay una postal bien mendocina entre lo que implicó la gesta libertadora y la estrecha comunión entre el líder, sus soldados, padecimiento y la Fe, es la cueca de Hilario Cuadros y Félix Pérez Cardozo, donde se describe a un humilde arriero rogando ante Cristo Redentor por las almas de sus paisanos que se habían enrolado en el ejército libertador. ”Los 60 Granaderos”.
Y estos valientes, según la cueca, transportaron al General hasta las aguas termales de Los Cauquenes, a la ribera del río Cachapual, a 30km de la ciudad chilena de Rancagua, donde llegaron a finales de enero de 1820, confiados en restablecer la salud de Don José. La versión romántica de la historia asegura que dichas aguas milagrosas le salvaron la vida del militar.
Ya vimos todas las de Caín que tuvo que atravesar. Y eso que no hablamos de “pestes” que lo achacaron y acompañaron toda su vida. De esas también salió airoso. Sinteticemos: El asma, la basilosis (una especie de tuberculosis), el reuma, la úlcera, la gastritis, las hemorroides gangrenadas, insomnio, un constante estreñimiento y cataratas en sus últimos años, conjugaron un combo de otras duras batalla que también debió librar. Agreguemos, los 17 enfrentamientos en acciones de guerra defendiendo a España en sus 22 años de servicio militar, luchando contra los moros en África, por tierra o a bordo de una fragata. Contra los ingleses, portugueses o franceses. Estando prisionero. Cruzando los Pirineos o peleando a bordo de una fragata en las costas de Cartagena sobre el Mediterráneo. En la selva o en los desiertos. Y ya en América con todo lo conocido desde San Lorenzo hasta el frustrado regreso en 1829 después del fusilamiento de Dorrego.
En fin, nadie muere en la víspera, mucho menos San Martín, el de siete vidas, y muchas más.