1. Solo conocían su ciencia y el deber
Ese año era especial: el último de la secundaria. Había atravesado toda la primera mitad de la década del 90 en la escuela para tener nada más que una certeza y media. A comienzos del año 1994, yo sabía dos cosas para mi futuro: que me gustaban las materias humanísticas, así que iba a anotarme en la carrera de Derecho (la media certeza); y que la literatura me había transformado la manera de mirar el mundo, además de quemarme por dentro cada vez que leía un libro (la certeza entera). Así de enrevesado enfrenté ese ciclo lectivo, no quería que me hablaran de las «ciencias duras». Grave error.Sin embargo hasta ese momento había sido siempre un alumno bastante cumplidor, más preguntón que participativo, respetuoso aunque charlatán, interesado en los temas, pero tampoco fanático. El típico estudiante que no brilla, pero que tampoco desaprueba. En cuestiones de números: un definitivo «ocho» con aspiraciones a algo más. Mi padre me había dicho en una oportunidad: «Mientras no te llevés nada para el verano, conmigo vas a andar bien». Nunca supe si su tono era menos un consejo que una amenaza, pero lo tomé al pie de la letra de primero a cuarto año. Algún que otro objetivo de Matemática (¡ay, los números!) lo había recuperado en diciembre. Por lo tanto, enero y febrero me encontraban alternando entre los libros y la pileta.
2. No existe una escuela que enseñe a vivir
¿Cómo explicar la composición química de un fracaso que nació con una buena nota? Sería así: la profesora Perla llegó el primer día de clases arriba de sus tacos altos y nos explicó que la materia, ese año, iba a ser muy diferente (ella había sido nuestra implacable profesora de cuarto). Nos dijo que la Química Inorgánica del ciclo anterior había sido el primer paso para entrar en la Química Orgánica. Además, nos explicó que la modalidad de las clases iban a ser con otra metodología, ya que deberíamos formar pequeños grupos de dos personas e investigar un tema para luego exponerlo a todo el curso (el tomate, me tocó en suerte). Todos nos miramos de reojo y pensamos lo mismo: «El sufrimiento del año pasado tuvo su recompensa». No obstante, su índice derecho se elevó y nos espetó lo siguiente: «Pero esta primera unidad es todo la teoría del carbono». Fin de la alegría.
Así comenzaron a amarrarnos las largas cadenas hidrocarbonadas, las uniones covalentes, las descripciones de la estructura del benceno. Nos sentíamos saturados, radicales, unos verdaderos «descompuestos orgánicos» que deambulábamos por el desierto de la tabla periódica buscando un poco de oxígeno e hidrógeno. Hablo en plural, porque nuestra modalidad no era precisamente la de Ciencias Naturales, así que todos no nos encontrábamos muy reactivos a la Química.
Entonces, dos meses arduos transcurrieron hasta que llegó el día de la prueba. Había estudiado sin entender mucho, aunque contesté casi todo. Esa noche, una compañera cumplió años y los comentarios eran sobre la incertidumbre que teníamos todos de la nota que nos íbamos a sacar. En un momento alguien dijo: «Pero aprobando esto, después va a ser más sencillo».
Pasaron los días y Perla, la elegante profesora de Química, llegó con las evaluaciones corregidas. Empezó a repartir una por una las hojas hasta que mi mano se encontró con el siete más sorprendente de mi historia escolar. Me dio tanta alegría que empecé a mirar con cariño los tubos de ensayo y la Química General de Petrucci. En medio de la algarabía nos recordó: «Los que desaprobaron, tienen el recuperatorio la próxima clase. ¡A estudiar, señores!». Esas palabras, por suerte, no iban dirigidas hacia mí, así que me puse a pensar en cualquier cosa, en los tomates, por ejemplo, o que tenía que leer un libro muy flaquito, pero que prometía una historia muy potente. El libro era Pedro Páramo de Juan Rulfo. Y allí comenzaron a mezclarse los componentes de mi fracaso.
3. Todo el mundo sabe bien que no hay salida
Todos saben que cuando Edipo quiso huir de su destino (le habían vaticinado que iba a matar a su padre y que luego iba a desposar a su propia madre), lo único que logró fue dirigirse directamente al cruce de caminos que lo enfrentaría con su tragedia personal. Como también le pasó a Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada; el viento de la desgracia -como le llama García Márquez- me fue arrastrando hacia el día del recuperatorio hasta el banco de siempre: segundo, a la siniestra (no puedo decirle izquierda), frente al escritorio del profesor. Así, al igual que la puerta fatídica de la Crónica, la profesora Perla hizo sentar al grupito de alumnos desaprobados al lado de mi banco. Los gemelos Vicario estaban en mi curso, apostados junto a la ventana, y yo les sonreía con complicidad. Mi «funesta inconsciencia» no me permitió escapar de mi marcado destino. Todos estábamos en los comienzos de la investigación, con mi compañero habíamos decidido hablar de la salsa de tomates y esa tarde nos íbamos a ir en moto hasta una fábrica en las afueras de la ciudad. La profesora hojeaba un libro, ordenaba evaluaciones. Parecía distraída. El hecho fue rápido, como una cuchillada: uno de los que recuperaba hizo volar un papel. Nos pedía una fórmula o algo parecido. Así que nos pusimos a buscar la respuesta, mi compañero la escribió y me la pasó. En eso, la profesora se puso de pie y se nos vino encima como los Vicario. Sus ojos eran dos puñales de carnicero. Como pude, guardé el papelito en la carpeta, entre las hojas y los folios. No recuerdo bien qué nos dijo, pero abrió primero la carpeta de mi compañero y nada. Aquí fue —pienso ahora— cómo las sustancias químicas comenzaron a fusionarse para torcer una historia que parecía estar ya escrita. Entonces, la profesora abrió con furia mi negra carpeta y el machete saltó con una alegría burlona.
Llegó diciembre. Una semana antes de las mesas, un compañero me dijo que había un estudiante de Ingeniería en el barrio San Pedro, cerca de una gomería, que explicaba rápido y barato. Me monté a la bicicleta con la carpeta bajo el brazo, tardé en encontrar la casa, sin embargo en la gomería me supieron indicar dónde iban a emparcharme las dudas. Cuando el profesor abrió la puerta, mi sorpresa fue terrible: en dos mesones gigantes, unos doce pibes agachaban al mismo tiempo sus cabezas frente a los problemas matemáticos, fórmulas químicas y ejercicios de física. Todo por cinco pesos la hora. Le mostré lo que tenía que rendir, entonces, el profesor me dio un ejercicio y, cuando estaba tratando de desentrañarme los secretos de las sales, un par de alumnos reclamaron su ayuda. A la media hora volvió a mi lugar. «¿Cómo vas, flaco?», me preguntó. Le mostré la hoja con un tímido avance. Terminó él mismo de resolver el problema y me dio dos más. Cuando las dos horas se cumplieron y el profesor estaba en la otra punta del living, recogí la carpeta, le pagué y me fui. No sé si me deseó suerte cuando me subí a la bici.El día de la mesa se hizo presente en el almanaque. Unas cuarenta y ocho horas antes, la profesora nos dio consulta en el frío laboratorio del segundo piso de la escuela. Nos pidió la carpeta, nos preguntó si nos estábamos haciendo preparar con otro profesor (ya nos habían avisado que había que decirle que no, porque se enojaba más de lo que ya estaba siempre) y nos preguntó si teníamos alguna duda. Nadie abrió la boca. «Entonces los espero el viernes, chicos». Así llegué al examen, me sentía víctima de una injusticia, me había preparado a medias y la profesora me tenía entre ojos. Nos dio la evaluación y la empecé a leer; rápidamente descubrí que ninguno de los temas, que supuestamente entraban en la Unidad 1, estaban reflejados en las preguntas. «Todo va a caer», decía la canción de Charly. Respondí lo que pude y entregué. Desaprobamos todos.Terminó el año, sin embargo antes me inscribí en el preuniversitario de la carrera de Derecho, disfruté de la fiesta de colación y del viaje de egresados a Bariloche. Los apuntes de Historia de las Instituciones Argentinas me estaban acechando y, encima, debía rendir en marzo toda la Química Orgánica de quinto. Algunos compañeros llegaron al extremo de cambiarse de escuela para rendirla con otra profesora y no con Perla. En tanto, yo leía tirado en la cama Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato y sentía que la literatura me daba respuestas que solo tenía que sentarme a escribirlas para que funcionaran. Así, un 15 de enero aparecieron mis padres en la habitación e interrumpieron mi lectura para decirme que ya le habían pagado a un profesor. Esa misma tarde empezaba. El pesado libro se me cayó de las manos y me aplastó las ilusiones de escritor furtivo.
No obstante, la primera clase fue positiva. El profesor era vecino y me aclaró amigablemente el panorama de un plumazo: había que ejercitar mucho y yo tenía que esforzarme en estudiar la teoría que me iba a explicar en su momento. Fue un verano denso, pero productivo. Leía a escondidas a Sabato y la química se me iba abriendo en la mente. Los dos hemisferios de mi cerebro jugaban un ping pong tan revelador como efectivo.
Llegué a la mesa de marzo con los temores de siempre, pero con la seguridad de que tenía los elementos necesarios para enfrentar al tribunal. Además de Perla, los profesores de Física de los años anteriores la acompañaban. Eso me tranquilizó para hacer el examen y luego explicar una larga fórmula en el pizarrón que sorprendió a la profesora por mi elocuencia y memoria. Me saqué un nueve, aunque nunca me explicó en qué había fallado, y hasta uno de los profesores me felicitó. Cuando estaba por irme, la profesora me preguntó con una sonrisa qué iba a estudiar. La miré a ella, recordé los apuntes de Derecho arrumbados en un cajón y me descubrí diciendo: «Profesorado de Lengua y Literatura». Los demás profesores hicieron gestos de aprobación, aunque Perla se quedó quieta, me miró como por primera vez y me dijo: «Entonces, buena suerte, colega». Cuando salí de la escuela, sin pensar, me descubrí cantando esa otra de Charly que dice: «Nace una flor / todos los días sale el sol…». Es cierto, de vez en cuando hay que escuchar aquella voz.