Historia de la “doctrina” de la unidad lingüística amenazada
Dentro de las ciencias establecidas al principio del siglo XIX, con una larga y fecunda tradición, la lingüística separada de la disquisición filosófica era una disciplina nueva. En el año 1861, Max Müller, en sus Lecciones sobre la ciencia del lenguaje, decía: “La ciencia del lenguaje es de fecha muy reciente: no se remonta mucho más allá del comienzo de nuestro siglo, y las otras ciencias, sus hermanas mayores, apenas la admiten en un pie de igualdad”[1]. Ese “pie de igualdad” llegaría como resultado de su triunfo en la caracterización del proceso por medio del cual una lengua, la latina, había dado origen a las lenguas romances actuales. Para ello los lingüistas debieron comparar las lenguas entre sí y con el latín para establecer reglas generales de la evolución a través del tiempo. Algunos se enfocaron en la mecánica de la fonación, otros en la simplificación del sistema verbal, otros en cuestiones relativas a la sintaxis, otros en el léxico. En conjunto, estos científicos del siglo XIX brindaron uno de los ejemplos más notables de avance en el conocimiento de un objeto antes mal entendido y, en el proceso, consagraron definitivamente a la lingüística como ciencia por derecho propio. Este hecho explica también que el caso del latín haya tenido un protagonismo estelar en toda la reflexión teórica posterior sobre cambio lingüístico.
Ferdinand de Saussure, en su famoso Curso de lingüística general, contribuyó crucialmente con esa consagración al conferirle a todo lo establecido por los lingüistas romanistas del siglo XIX el carácter de teoría general abstracta, independiente de las condiciones histórico-sociales y tecnológicas que le eran propias.
Si en un momento dado reina una misma lengua por toda la extensión del territorio, al cabo de cinco o diez siglos los habitantes de los puntos extremos probablemente ya no se entenderán; en cambio, los de un punto cualquiera seguirán comprendiendo el hablar de las regiones vecinas. Un viajero[,] que atravesara ese país de punta a punta, no advertiría, de localidad en localidad, más que variedades dialectales mínimas; pero, acumulándose las diferencias a medida que él avanza, acabaría por encontrar una lengua ininteligible para los habitantes de la región de partida[2].
Este planteo de Saussure consiste en tomar la historia de las lenguas romances establecida durante el siglo precedente y convertirla, modificando apenas lo necesario, en una teoría universal del cambio lingüístico: donde decía “tras la caída del imperio romano de occidente”, escribió “en un momento dado”; donde decía “reinaba el latín”, escribió “si reina una misma lengua”; donde decía “en el territorio de Europa occidental”, escribió “por toda la extensión del territorio”; donde decía “dejaron de entenderse”, escribió “ya no se entenderán”; y así sucesivamente. Así nació la matriz con la que se entendió, de un modo general, el cambio lingüístico durante todo el siglo XX. Y así llegó hasta el presente. A partir de Saussure fue permeando la sociedad a través de las entidades cuya misión era trabajar en temas de lengua, difundirlos, establecer normas, etc. De ahí surgió también esta suerte de doctrina de la “lengua amenazada”, en virtud de la cual las lenguas deben ser “defendidas” de una inevitable tendencia a diversificarse en variedades mutuamente ininteligibles.
Célebres especialistas que conocían ya muy bien el caso del latín no dudaban en vaticinar este destino para el español americano. Andrés Bello y Rufino José Cuervo, por ejemplo, a mediados del siglo XIX, alertaban:
[…] el mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fué la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México, hablarían cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional[3].
Hasta ese momento, la idea era que la unidad lingüística se había mantenido gracias a la vigencia de la autoridad imperial española y que el colapso de esa entidad político-administrativa no podía sino conducir al mismo resultado que en la Europa posterior al colapso del imperio romano. La fecha relativamente reciente de buena parte de las independencias americanas seguramente indujo a estos intelectuales a proponer un panorama tan drástico.
Sin embargo, más de un siglo después, en 1964, Dámaso Alonso mostró que esa idea no había perdido potencia a pesar de que no existían evidencias de que la fragmentación política del continente americano estuviera resultando en dificultades de comunicación entre los habitantes de los distintos países, por más lejanos que se encontraran geográficamente:
Cuando hablo de fragmentación de nuestra lengua no pienso ni mucho menos en un futuro inmediato, sino en un futuro probablemente remotísimo. Los que me tildan de pesimista deben ser almas cándidas que creen en el progreso indefinido de la Humanidad, en su mejoría progresiva, gracias a vitaminas y gadgets hasta llegar a un estado arcangélico. […] Razas inmensas no han dicho aún su palabra, continentes hasta ayer dormidos están despertando, y vendrán otras razas, otras lenguas, otras culturas. Nuestra lengua morirá, y es lo más probable que muera por fragmentación[4].
Estos son solo dos ejemplos de cómo el caso del latín, en conjunto con la teorización de Saussure, se convirtió en una matriz casi obligatoria para pensar el tema, razón por la cual fueron objeto de una gran difusión. En la actualidad, puede reconocerse esta matriz en declaraciones de especialistas, diseños de políticas lingüísticas, estrategias de comunicación, etc.
Por supuesto, cabe aclarar que la “teoría” que Saussure elaboró en base a las investigaciones de los romanistas solo es válida si se mantiene invariable el complejo sistema de condiciones históricas, culturales, sociales y tecnológicas necesario tanto para la expansión del latín como para su posterior diversificación en distintas lenguas. No constituye materia de debate destacar que esas condiciones no permanecieron invariables. Todo lo contrario, como demuestra el caso del español americano, cambiaron radicalmente.
[1] Müller, Max. La ciencia del lenguaje. Buenos Aires: Albatros, 1944.
[2] Saussure, Ferdinand de. Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada, 1959 [1945], p. 319.
[3] Bello, Andrés y Rufino José Cuervo. Gramática de la lengua castellana. Buenos Aires: Sopena, 1945, p. 22.
[4] Alonso, Dámaso. “Unidad y defensa del idioma”. En Boletín de la Real Academia Española. Año LII, tomo XLIV, sept.-dic. 1964, cuad. CLXXIII, p. 395.
Fuente: DILyF, AAL.