Escrit0 por Luis Pinto
En algunas escuelas de campo, el trueque de meriendas no deja restos de papeles brillantes esparcidos por el piso. Los tesoros van y vienen envueltos en la piel de las manos: pan con manteca, queso y dulce, dos duraznos…Y a veces los útiles son menos importantes que la taza.
Nico rompió la suya dentro de la mochila, por jugar a empujarse con un compañero. Cuando llega el recreo y con él la merienda, ve cómo la leche se derrama por la trizadura y cae al patio de tierra. Está bien –se justifica -, porque su papá dice que cuando la Pachamama tiene sed, hay que convidarle. Pero sabe también que su torpeza habrá de ser castigada con severidad, pues la gente como él aprende desde temprano a no desperdiciar lo que se come.
Una maestra pasa y le revuelve con ternura el pelo. El niño tiene las manos llenas de leche y la cara llena de vergüenza, entonces la maestra guiña un ojo y le dice burlona: “está para chuparse los dedos, eh?”
Luego, adivinando la vergüenza y tal vez el hambre, va hasta la cocina de la casita que hace las veces de “Institución Educativa” y busca una cazuela mediana, de barro.
De vuelta en el patio, ve a Nico sentado en el mismo lugar, los ojitos clavados en un punto entre sus dos pies. Le levanta la cara tomándolo del mentón, limpia con la yema del dedo mayor una lágrima gorda, y extiende la cazuela llena hasta el borde de leche caliente. Y una sonrisa.
Hay una niña que duerme en el segundo piso de una enorme casona de la Avenida Emilio Civit. Tiene menguada la salud porque no quiere comer, los médicos ya no saben qué decir. A ella el psicólogo la aburre y a veces también le da miedo, cuando la mira con el ceño fruncido mientras toma nota sin mirar el papel.
Ayer llegó la abuela de Alvear. Como siempre, viene cargada de dulces exquisitos, espárragos que ella misma cosechó y conservas caseras para la enferma, pero no hay caso. Se lamenta: “…vivirá del aire, esta pendeja?”
Una noche la trae al lado de la ventana y le cuenta un cuento. Casi todos duermen a esa hora, así que tienen todo el silencio para ellas dos. A la mañana siguiente, la niña se despierta preguntando dónde se ha escondido la luna, que no se ve más.
La abuela dice que se ha escondido en el fondo de una cazuela, porque a la Luna le gustan mucho la miel y las almendras, y que para poder verla hay que comer rápido y hasta la última cucharada.
Pasan algunos días con sus noches, y por los cuentos pasan animales, duendes, madreselvas y estrellas.
Luego de unas semanas está lista para regresar a sus conservas y a sus plantas allá en el sur. Arriba del colectivo, sonríe y piensa: “brujas éramos las de antes…”