Haciendo memoria de esas experiencias como alumnos o como docentes que nos hayan resultado significativas en nuestro recorrido dentro del sistema educativo, es inevitable que llegue siempre a la misma conclusión: como docente lo que más me ha marcado es mi paso por el Tombita, como cariñosamente le decimos los que hemos transitado sus aulas y conocido a las hermosas personitas con las que, al menos yo, hice mis primeras armas como docente. Estos recuerdos se instalan hace más de una década, pero me acompañan hasta el día de hoy, intermitentemente, y tengo la certeza de que los llevaré conmigo hasta mis últimos días de vida, y lo agradezco de corazón.
Por una cuestión del destino tuve una alta carga horaria allí y compartí con varias cohortes de chicos, pero hubo unas cuantas especiales, con las que vivimos, directa o indirectamente, una conexión única y especial hasta el día de hoy. No sé si fue mucho lo que aprendieron conmigo a nivel académico o curricular, lo que sí tengo en claro es que me recuerdan siempre con mucho afecto, cuando los cruzo en la calle, en algún lugar de la ciudad, en las redes sociales. A veces me pregunto qué fue lo que de mi parte hice con ellos, para poder repetir esa conexión con otros grupos, pero como suelen decir, la magia no se puede replicar, surge porque sí, y es irrepetible.
Sé que conmigo tuvieron un modelo con un rol positivo, que les enseñé muchas cosas, que compartimos momentos únicos, que nos gustaba pasar el tiempo que nos tocaba de la manera más positiva posible, y lo sé cuando hoy los veo con sus hijos, con sus carreras universitarias, con sus competencias en los distintos clubes deportivos, con sus viajes, con sus familias, con sus vidas. Y siempre presente el recuerdo emotivo, recuerdo mutuo. Tengo la certeza de que les enseñé muchas cosas, pero más aún fue lo que ellos me enseñaron a mí, lo fundamental, lo más importante, lo más valorado, me enseñaron a enseñar.
Por eso mi agradecimiento y mi cariño incondicional para con ellos, mis alumnos de la vida.